El mito de la vocación del periodista


Me encanta buscar definiciones de palabras que se usan diariamente, para ser consciente de su significado. Hoy he buscado vocación, que en su primera acepción significa «Inspiración con que Dios llama a algún estado, especialmente al de religión».

Entonces he recordado que esta palabra suele ser compañera inseparable de «periodismo» o «periodista». «Es un periodista vocacional», «hay que tener vocación para ser periodista o escritor», «el periodismo es vocacional». Pero, el periodismo desde finales del siglo XVIII es una profesión.  La profesionalidad del periodismo se consolidó en el siglo XIX con el impulso de la prensa de masas y se constató que el periodista ejercía una profesión que aprendía en la Universidad con la creación de la primera facultad de Periodismo en la Universidad de Columbia de Nueva York en 1903, gracias a Joseph Pulitzer. Este periodista se preguntaba:

¿Debe limitarse a lo que ofrece la educación autodidacta la profesión más exigente de todas, la que requiere los conocimientos más amplios y profundos y los más firmes cimientos del carácter? ¿Es acaso el hombre que ejerce como crítico y profesor de todos los demás el único que no necesita ser educado en su profesión?

El tiempo le ha dado la razón y en la actualidad hay cientos de facultades de periodismo en el mundo. Con esto queda claro que el periodismo es una profesión, como lo es la de ingeniero, abogado, arquitecto o registrador de la propiedad. ¿Se puede ser registrador de la propiedad por vocación?  Está claro que se elige por dinero, que es para lo que sirve un trabajo, cuyo significado se aleja de lo espiritual de la vocación, ya que -todavía- trabajo se refiere a una «ocupación retribuida». Y ahí se encuentra la explicación de por qué se sigue atando el periodismo a la vocación: por lo mal pagado que está y el esfuerzo que requiere.

Los periodistas extienden sus jornadas durante muchas horas (diez al día es lo más habitual), están sometidos a una presión muy localizada durante unas horas o a un aburrimiento infinito durante otros momentos de la jornada en los que hay que esperar a que ocurra algo o a que haya una idea en la que trabajar.  Y después de veinte años de profesión a nadie se le ocurre hablar de vocación, sino de resignación, entrega voluntaria que alguien hace de sí poniéndose en las manos y voluntad de otra persona, según su primera acepción.

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